Stand by me, I´m not alone... not alone not alone not alone not alone


sábado, 11 de septiembre de 2010

Nueve años de Samba da Rua, cambiando el ritmo del mundo


Madrid, 11 de septiembre de 2010

Hoy es un día muy especial, es el aniversario de un colectivo, de un grupo muy grande en todos los sentidos. Un grupo formado por todos los que algún día aportaron algo de sí mismos a este proyecto. Muchas personitas y corazones. Todos ellos reunidos en tres palabras que, para mí, tienen muchísimo significado.

Esas tres palabras y todo su contenido han llenado mi corazón de alegría, de emociones, de aventuras, de sentimientos, de experiencias, de risas infinitas, de ilusiones. Tres palabras que me han hecho conocer a tanta gente y tan variopinta y diferente… y de todos ellos guardo un pedacito dentro de mí.

Tres palabras de las que no creo que nunca me pueda desvincular. Esas tres palabras son Samba da Rua.

Samba da Rua…

Es mi droga, la droga más adictiva que he probado. Una droga que desde que la catas no la puedes soltar. Te ayuda a desconectar de todo, a olvidar tus estreses y tus penas, te da un subidón de adrenalina en cada ensayo potente, en cada actuación.

Ya son 9 años… cinco para mí… y parece que fue ayer cuando me enteré de que tenía un shaker en las manos. Fue poner el pie en esta enorme ciudad y Samba vino a buscarme… Llevaba menos de una semana en Madrid cuando Samba da Rua me encontró, literalmente, o, quién sabe, quizás fui yo en su búsqueda…

El verano de 2004 había sido muy intenso, mi mejor verano. Diecinueve añitos, todo el año fuera de casa por primera vez, en una Inglaterra fría y lluviosa. Había sido un año de nuevas experiencias, fue un año inolvidable, sin duda…

Había sido mi primera experiencia de pasar tanto tiempo fuera de casa y, aunque me lo pasé genial, no sé si existe suficiente lluvia en Inglaterra que pueda igualar a los lagrimones que derramé los primeros meses cada vez que me sentía demasiado lejos de los míos…

El caso es que ese verano llegué a Canarias con unas ganas enormes de tirarme en la playa y retozar disfrutando del mar y del sol de mi tierra… lo había echado tanto de menos…

Fui muy precoz en esto de viajar sola. Ya con siete años mi madre nos metió a mí y a mi primo en un barco rumbo a la isla de La Gomera a pasar nuestros primeros 15 días de vida fuera de la protección familiar. Volvimos con tierra y hierba incrustadas hasta en las uñas de los pies. Quince días en un campamento en medio de la montaña, corriendo, saltando y disfrutando de la vida y de la libertad como sólo los niños saben entenderla…

Terminaba tan cansada cada día que no hubo ni una noche que no me meara en el saco de dormir… los pobres monitores hasta llamaron a mis padres para preguntarles si yo tenía algún tipo de problema con el asunto, pero simplemente, me flaqueaban las fuerzas para salir del saco en mitad de la noche…

Así lo interpreto yo pasados los años. Aunque también muchas veces lo he interpretado como un acto de rebeldía inconsciente a modo de protesta porque me habían metido en una tienda de campaña enorme con otras 8 ó 9 niñas y yo no quería estar con esas niñas… quería estar con mi primo al que quería con todo mi corazón y, qué coño, con el que me lo pasaba muchísimo mejor corriendo y haciendo gamberradas por todas partes.

Después de llamar a mis padres me sentí la meona del campamento e intenté tener un poco más de cuidado con el tema. Así que, como me daba miedo irme yo sola en medio de la oscuridad de la noche a mear por entre los árboles, porque yo de aquellas niñas pasaba como de la mierda, me hice un par de noches con la linterna y fui a donde estaban los niños a despertar a mi primo para que me acompañara a hacer pis por ahí. Eso fueron dos noches, el resto de mañanas seguí despertando a aquellas pobres niñas con el aroma de “ô de orine” impregnado en mi saco…

Cuando salimos del barco que nos devolvía a casa, nuestra familia casi no nos reconoce, parecíamos los hermanos del niño salvaje. Recuerdo que me inflé a golosinas en el barco, también recuerdo que mareé y las vomité todas y muchas casi enteras.

A mi madre realmente le impactó muchísimo que siguiera saliendo mierda de mi cuerpo cada vez que me duchaba dos semanas después… siempre me lo recuerda.
Fui un par de veces más de campamento los siguientes años y con 13 y 14 años me fui sola quince días a Austria. Pero sola, sola. El primer año fui a Munich en avión y de allí cogí un tren al país vecino. Recuerdo perfectamente el viaje.

Mi madre, que es muy apañada, tenía una amiga alemana y ella le habló de unos campamentos del estado alemán muy chulos y baratos. Y allí que me fui, a practicar el alemán.

El primer año me metieron en un avión lleno de alemanes donde hasta la azafata hablaba en alemán… recuerdo que íbamos de Gran Canaria a La Palma, la isla bonita, donde recogeríamos a un regimiento de más alemanes y de allí directos a Munich. Recuerdo que tenía muchísimos nervios en la barriga acumulados…

Estaba deseando ver Alemania y Austria, esos países de los que me habían hablado tantos años en mi colegio alemán y que nunca había visto. Estaba deseando ver los Alpes de Austria y sus verdes campos que me imaginaba tan verdes como un subrayador verde.

También recuerdo que a mi lado en el avión iba un matrimonio de unos sesenta y largos o setenta años, negros como tizones, dorados al sol canario. La mujer me miraba y me sonreía con ternura. Hasta me dio pastillas de goma…

Pero lo mejor de todo fue volar por encima del Teide. Era un avión pequeño que iba de isla a isla y que no volaba muy alto. Después de un rato de no ver más que nubes, apareció en medio de ellas, asomando su preciosa cima, el señor Teide. El volcán más gigante que yo he visto nunca y que tanto adoraban mis antepasados. Aquellos que desaparecieron hace ya casi 600 años, tampoco son tantos…

Ellos basaban su tiempo y entendían su vida como parte de un conjunto llamado naturaleza. Para ellos no existían las horas, los minutos ni los segundos. No existían los años ni los meses. Ni las agujas de un reloj o el calendario de los días laborables. Para ellos lo importante era que el sol siguiese velando por ellos allá arriba en la inmensidad azul y que las estrellas vigilasen sus sueños en la oscuridad.

Casi desde todas las islas se veía el Teide en los días claros, como sigue ocurriendo hoy. Era adorado por los antiguos canarios como un Dios que aparecía de vez en cuando allá en el horizonte, flotando en el mar.
Y yo ahora, con la cara pegada a la ventanilla del avión, volaba a su lado e imaginaba que el frio de la nieve de su cima me tocaba la nariz…

En el aeropuerto de Munich me esperaba la hermana de la amiga alemana de mi madre. Pasé tres días en su casa y luego me llevó a la estación, donde montaría por primera vez en tren. Destino, los Alpes de Austria.

Mi madre aún no entiende cómo se atrevió a dejarme ir… yo tampoco…

El afán aventurero estuvo dentro de mí siempre y se fomentaba con cada experiencia de descubrir mundos nuevos y tan diferentes.

Nunca olvidaré el viaje en autobús que me llevaba de Salzburgo al campamento, y mi cuello completamente doblado intentando alcanzar con la mirada, desde la ventanilla, el final de aquellas enormes montañas.

Con 18 años decidí irme a Inglaterra, otro país del que también me habían hablado en el cole y por el que sentía mucha curiosidad. Acabé el bachillerato y no tenía nada claro qué hacer con mi vida, había pasado los dos últimos años por una especie de mala racha, bueno, la peor racha de mi vida. Y sólo quería alejarme, cambiar de aires.

Aún no me explico cómo mi padre me dejó hacerlo… supongo que porque confiaba en mí y porque me hizo prometerle que cuando volviera iba a ir a la universidad.
En mayo de 2004, llegué a mi casa recuperada como una flor silvestre en primavera.

Después de casi un año viviendo bajo las nubes, el sol lejano y frio y el mar congelado de Inglaterra, tenía unas ganas enormes de estar en mi tierra y de disfrutar de aquello, aunque sabía que me iría pronto… ¡me quedaba tanto mundo por ver!

Y así fue. Mi verano de 2004 duró hasta el día 10 de octubre, lo recuerdo como si fuese ayer. Apuré al máximo el verano. Las clases me empezaban el 13 de octubre y el 10 por la tarde tenía mi vuelo. El mismo día 10 me levanté temprano y pasé toda la mañana en la playa despidiéndome del mar… sin duda, ésta iba a ser la primera vez que no olería el mar cada día… En Inglaterra había vivido en una pequeña ciudad costera llena de gaviotas y con olor a comida rara, pero también a sal, a mar…

Y digo que no debía de haber pasado ni tres días desde que llegué a Madrid cuando encontré a Samba da Rua, porque aún no me habían empezado las clases y ya estaba aburrida como una ostra. Tan aburrida que me fui a dar un paseo por ciudad universitaria para ver qué se cocía por allí y familiarizarme con el ambiente.

Salí del metro a eso de las once de la mañana, con el pelo dorado completamente por el sol y mi piel en su máximo apogeo de moreno. Ciudad universitaria estaba vestida de fiesta. Una pancarta enorme colgaba de dos árboles y decía “Exprésate”. Y por toda la avenida complutense había pasacalles, teatro, grafiti, gente patinando… increíble.

Entonces, cuando estaba mirando a unos chavales grafiteando unos tablones, fue cuando me pareció oír un sonido desconocido que no sabía identificar. Un estruendo. Un ajetreo enloquecido de tambores, y no podía si quiera imaginar lo familiar que algún día llegaría a ser para mí…

En ese momento desaparecieron los grafiteros con sus tablones porque mis ojos ya sólo querían ver aquello que estaban escuchando.

Un grupo de chavales con muchos instrumentos curiosos y diferentes unos de otros se acercaban en pasacalles. Me sorprendió el lenguaje de signos que compartían y que todos entendían. Me sorprendió la coordinación y el resultado sonoro que salía de la fusión de todos sus instrumentos… Me encantó ver lo bien que se lo estaban pasando y, sobre todo, me encantó la sensación que me transmitía aquel conjunto de estímulos visuales, auditivos y percutivos.

Era como la sensación que me daba cuando era pequeña y acudía a ver a los reyes magos a la cabalgata en la calle y el ruido de los tambores retumbaba dentro de mi pequeño cuerpo. A aquella edad sentía cada golpe de tambor como si fuesen los de mi corazón, cerraba los ojos y pensaba. “Los reyes magos vienen ya… siento sus tambores dentro de mí”.

Ahora no era tan pequeña, no sentía los surdos retumbando en mi garganta, pero me acuerdo perfectamente que pensé “Yo no me puedo morir sin probar eso”.
Es un pensamiento que tengo con algunas cosas, con aprender a tocar el piano y poco algunas más, pero siempre es con cosas que sé que no quiero dejar escapar…

Mi timidez me impidió acercarme a cualquiera de ellos a preguntarles nada, ni cómo se llamaban ni nada. Estaba impactada, pero era demasiado tímida para dar el primer paso.

A las pocas semanas ya habían empezado las clases y cayó en mis manos uno de esos periódicos que publicaba un grupo de estudiantes y que lo distribuían por todas las facultades, Tribuna Complutense. Al ojearlo un poco vi un artículo que hablaba del día Exprésate, que no recuerdo si se llamaban así esas jornadas, pero yo siempre las llamé así por el cartel que me dio la bienvenida a la universidad y que, como si del destino se tratase, me decía “exprésate”.

Venía una fotografía, la recuerdo casi como si la viera. De espaldas se veía al chico que dirigía, con una camiseta morada, entonces no sabía que se llamaba Iván. También recuerdo que en la foto salía otro chico con el pelo moreno y pequeñas rastitas por detrás, era, aunque yo aún no lo sabía, Dimitri. A pie de foto una frase: “La actuación de Samba dá rua”. Así, con tilde y todo y en cursiva. Guardé el periódico, aquello me había gustado muchísimo, pero significaría muchísimo más, aunque aún tardaría algún tiempo en descubrirlo.

Unos meses más tarde ya estaba plenamente integrada en la vida universitaria, había conocido a mis nuevos compañeros de clase y junto con un chico y una chica muy majos, David y Lucía habíamos montado un programa de radio en la, por aquel entonces, vieja y cochambrosa radio de la facultad… Radio Complutense.

Entonces se me ocurrió la excusa perfecta para contactar con aquella gente que había visto hacía meses y que quería conocer. La timidez sumada a que tenía un poco de mentalidad de pueblo, hacían que ni se me pasara por la cabeza contactar con ellos sin nada más que decir que “hola, me gustáis mucho, ¿aceptáis gente nueva?”. Esa mentalidad te hace pensar que tienes que tener una razón más tangible y práctica para llamarles…

Entonces se me ocurrió hacerles una entrevista en la radio. Busqué en Internet Samba “dá” Rua y encontré su página. Una página en rojo y negro. En la parte de contacto dos números de teléfono: el de una tal Elisa y uno de un chico, creo que era Andrés, pero no lo recuerdo bien. La chica no respondió y llamé al chico.

Le conté lo que quería hacer, él aceptó, me dijo que no había ningún problema, que incluso si quería, que tenían un disco y que lo podían poner de fondo en la entrevista. Pero que se pondría en contacto con dos chicos del grupo que estudiaban en mi facultad y que irían ellos para que fuera más fácil.

Así conocí a Makas y a Iván y, ojalá encontrara la cinta donde tengo grabada la entrevista… y donde hablamos como completos desconocidos.

La entrevista la preparé yo, claro está y, por supuesto, una vez roto el hielo, la pregunta de rigor era: ¿aceptáis gente nueva?

Mi amiga Lucía y yo, nos quedamos encantadas con aquellos chicos, (yo más :)). Y unos meses más tarde estábamos las dos dentro de un proyecto que me llevaría a vivir muchas aventuras, todas únicas, inigualables e irrepetibles.

Así llegué a Samba da Rua y las historias que vinieron después serían para escribir un millón más de páginas. Carballiño, Llanes, Alcoy, Murcia, Cádiz, Córdoba, Zaragoza, Segovia, Jaén, Cuenca, Ciudad Real, Dublín, pueblo de Lorna en Irlanda, festival de Irlanda…

Sólo puedo decir que estas tres palabras, Samba da Rua, están cargadas de significados, de relatos interminables, de personas, cada una con su propia historia y vivencias, con su propia aportación y forma de ser.
Makas dijo una vez, “Samba es como una novia”. Se refería a que hay que cuidarla, quererla, mimarla y regarla cada día como a una planta para que crezca. A veces te enfadas con ella o te quemas, y discutes, y te alejas. Pero siempre la llevas dentro.

Hay sólo una cosa que ha hecho que Samba da Rua haya llegado a cumplir sus 9 añazos. Su gente. La gente que ha participado de esto de la mejor manera que creía, la gente que sigue participando y la gente que está por llegar.
Pero, cuidado en los tiempos de crisis, cuidado con los quemazones grandes. Cuidado con descuidarnos. No olvidemos algo muy importante:

V3R4N0 DE 2001
Un calor asfixiante. Unas fiestas municipales impuestas desde arriba. Un colectivo feminista, Nushu, frente a un alcalde autoritario. Arrogante. En juego, la participación ciudadana. Un puñado de percusionistas inquietos. Unas calles que reclamar. Ruido para la protesta. Y luego una semilla. Una idea. Demasiado complicada, demasiado grande, demasiado idealista. Un proyecto. Pequeño. Plural, horizontal, autogestionado, abierto, festivo, social, musical, creativo, vivencial. Colectivo.

No se puede definir mejor. Para saber qué es SDR sólo hay que leerlo, para ser SDR sólo hay que creerlo. Y actuar en consecuencia.

Sigamos llenando nuestras mentes de razones para romper el silencio, razones que reclamar con nuestro ruido. Y no perdamos la perspectiva.

Por que sigamos muchos años más,

Mirando hacia atrás para seguir hacia delante.

¡Felicidades a todos!

¡Felicidades Samba Da Rua!

Les quiero.