Stand by me, I´m not alone... not alone not alone not alone not alone


viernes, 29 de julio de 2011

La supervivencia de las ideas anarquistas


De todas las ideologías nacidas en el siglo XIX, el anarquismo era la más improbable. Fue, ese siglo, pródigo y prolífico en invención de ideas y organización comunitaria: del socialismo al nacionalismo y del sindicalismo al sufragismo feminista, sus despliegues posteriores no son más que germinaciones barrocas de esas semillas originarias. Y todas ellas fueron históricamente necesarias, refugios de la tormenta industrial o bien músculos dispuestos a dar cuenta de los restos del antiguo régimen, o del nuevo. Pero el anarquismo no. Fue una aparición asombrosa, o más bien la anunciación de un problema insoluble tanto en el marco cultural de los regímenes liberales y conservadores modernos como en el del próximo "mundo igualitario" del comunismo. Los anarquistas propusieron a la consideración pública la cuestión del poder separado, es decir, del orden jerárquico, presentándose a la vez en sociedad como su antípoda.

Se diría una anomalía política tremebunda o una nostalgia del edén, de cuya eficacia podía dudarse. Un ideal de destrucción de Estados, cárceles, policías, ejércitos, tutelas religiosas, matrimonio burgués, consumo de proteína animal, y del lucro. A pocos años del primer despliegue europeo del anarquismo, hacia fines del siglo XIX, era fácil prever su dificultosa instalación pública, su crecimiento demográfico en cuentagotas y su posterior travesía por el desierto. Al anarquismo se le diagnosticó una muerte prematura, y aunque el ultimátum no se cumplió en fecha, es cierto que su fertilidad y potencia menguaron decisivamente poco antes de la Segunda Guerra Mundial. De modo que la supervivencia de sus consignas y el renacimiento ocasional de su nombre de guerra resultan ser -para la filosofía o para la policía política- poco menos que un milagro. La "Idea" -así la llamaban- sucumbida en combate durante la guerra civil española reapareció travestida en las jornadas de mayo de 1968, osmótica en los bordes del feminismo o del ecologismo, condensada en rabia punk, espolvoreada entre situacionistas y prófugos del marxismo, en fin recuperada por bandadas migratorias de adolescentes. En política se dice que los muertos no cuentan, aún cuando de vez en vez hayan votado, y que las voces testimoniales no son otra cosa que la lírica de los derrotados. ¿Es entonces una rémora del pasado, una astilla incrustada e ineliminable o un defecto de nacimiento de las democracias modernas?

Las señas de identidad divulgadas se corresponden con una forma monstruosa: la violencia, el radicalismo, el atentado, el gesto anticlerical, las exigencias desmedidas. Y aunque algunos de estos atributos no les son ajenos, la historia de los anarquistas no se condensa únicamente en una garra nerviosa sino en múltiples obras y actividades constructivas, y no pocas de índole cultural. Eran empujados por un ansia de redención y de urgencia, y ese encastre mutuo les concedió un aura de jacobinismo intransigente. Súmese a ello, además, la pretensión de un mundo liberado de toda forma política piramidal. Un mundo acéfalo. Sorprende que las propuestas anarquistas hayan conseguido lectores, simpatizantes e incluso arraigo popular, ya que un programa tal de transformación de símbolos e instituciones milenarias parece carecer de plausibilidad desde el vamos. Pero a veces las sectas religiosas o políticas alcanzan a coronar su dama y otras veces una sola roca en el desfiladero logra obturar el paso del torrente. El anarquismo no fue el fruto más áspero madurado en el árbol del socialismo, no fue simplemente un "maximalismo" o una secta purista, o bien un hito importante de la historia de la disidencia humana. Era el apodo de una esperanza, la del fin de la opresión y la indignidad, que mostró al hombre moderno los límites impuestos a sus posibilidades antropológicas. La revolución social que pregonaban suponía previamente una metamorfosis cultural, una subversión del carácter, el hundimiento del yo anterior a fin de conquistar la autarquía personal. Y por eso mismo el anarquista siempre usó el rostro bifronte de Lázaro resucitado y de Espartaco.

El modelo usual de la representación política es inconciliable con las ambiciones anarquistas, porque el objetivo anarquista es la crítica y destrucción del poder separado, en cualquiera de sus formas. Tal es el primer mandamiento de su filosofía política y de su filosofía práctica. Y no fueron solamente sus actos impulsivos y sus personalidades irreductibles la causa del halo luciferino que les fuera endilgado; también lo fue el hecho de pretender derribar al pétreo dios de la jerarquía, al que distintas sociedades han padecido o resistido a lo largo del tiempo pero al que nunca fueron capaces de imaginar acéfalo, excepto en las utopías felices. Donde otros colocaban cimientos a fin de erigir en vertical, los anarquistas cavaban hacia abajo. Así, erradicaron el uso del dinero en Aragón, en 1937, o derribaron la cárcel de mujeres de Barcelona a fuerza de pico y de maza, en 1936, o se negaron a testificar en juicio o desertaron ante el llamamiento a filas o rechazaron la fiscalización estatal y religiosa en cuestiones emocionales o se negaron a enrolarse en partidos, aún cuando no dudaban en tomar partido por los oprimidos y los perseguidos. No son decisiones sencillas de asumir y de llevar a cabo. Cabe barruntar un elan puritano en el anarquismo, que tanto los condujo a recusar al poder como a mantener una relación distante con el dinero. Sendas constantes históricas resultaban ser equivalentes a Babilonia y Babel, es decir, creaciones humanas equivocadas o corruptoras. Su opuesto era el grupo de afinidad que, juntamente con el agrupamiento sindical, fue su invención organizacional específica y duradera, un espacio político y emocional en que se calibraban adecuadamente las relaciones entre medios y fines. Sus organizaciones no eran instrumentales, centralistas o unívocas. Eran nidos de hermandad.

Al comienzo no eran más que un puñado de personas diseminadas por Europa alrededor de varios padres fundadores cuyas obras nutrirían su patrística: Bakunin, Proudhon, Kropotkin, Malatesta; luego serían cientos los "apóstoles de la idea" que la dispersarían por ultramar e incluso por China y Japón: publicistas, conferenciantes, simpatizantes y perseguidos; paralelamente se contaban por miles a los anarco-individualistas que resguardaban una forma irreductible de vivir las ideas anarquistas; más tarde llegarían los organizadores de sindicatos y huelgas: ceneteros, foristas, wooblies; y junto a ellos los indómitos y los "indisciplinados", casi siempre fuera de la ley y sólo atentos al cristo de sus convicciones: las bandas de expropiadores, los falsificadores de dinero, las milicias libertarias renuentes a ceder su independencia a un Estado Mayor de ejército durante la guerra civil española; y seguirían los cientos de guerrilleros antifranquistas y los partisanos ya experimentados que se integraron al maquis y a la resistencia contra el nazismo; había ácratas también entre los miles de internacionalistas que viajaron a España; y al fin están las inflorescencias espinosas o imprevistas a que dio lugar el anarquismo: los regicidas, las "mujeres libres", los crotos; y más adelante los anarco-situacionistas, los punks, los squatters, y otros. Y sin embargo siempre fueron pocos, una especie en peligro de extinción, aves fénix. La flora y fauna anarquista es el fruto y cría de una evolución plástica, cuyas mutaciones se combinaron entre sí o se enrocaron con otras ideas y prácticas entre 1850 y la actualidad. La migración anarquista fue un proceso exitoso aunque caprichoso, al igual que los desplazamientos de un caballo por el tablero de ajedrez.

A fines del siglo XX, el derrumbe del mundo comunista pareció darles la razón a los anarquistas como también abrirles la puerta del exilio político en que habían quedado confinados, a veces por propia impotencia o necedad. Habían advertido, mucho antes de la Revolución rusa, contra las tendencias autocráticas de los partidos bolcheviques; habían denunciado incansablemente los oportunismos y crímenes de los Estados socialistas; habían desconfiado del castrismo y rechazado sus mazmorras tropicales; jamás se sintieron excitados por la buena nueva del foquismo; y los nuevos gobiernos implantados en los enclaves descolonizados del Asía y África les resultaban abyectos, cuando no simplemente pandillas de delincuentes. Habían profetizado el desastre jacobino, del que no estaban deseslabonados del todo. Pero su acertado pronóstico no les concitó reivindicación para su causa ni les atrajo reclutas liberados de sus personalidades autoritarias. El anarquismo sigue siendo el nombre de una soledad, quizás porque su porvenir depende menos de ser la herencia inmaculada del socialismo como de evidenciar de vez en vez el retorno de lo reprimido en política. De otra forma no se entendería cómo después de tanta derrota, asesinato, encarcelamiento, desgarramiento intestino y fracaso aún sobreviven -e incluso prosperan- tantos nichos anarquistas en todo el mundo.

"Vive ahora como si así quisieras que se viviera en el futuro". Esta era la divisa de un rincón del anarquismo que apenas ha sido estudiado, aquel en donde se aunaron el individualismo anárquico con la bohemia intelectual influenciada por el vitalismo y el psicoanálisis. En la historia de las ideas, los nombres de Max Stirner, Emile Armand, Otto Gross y María Lacerda de Moura suelen ser mencionados -en el caso de que ello ocurra- a modo de cita a pie de página. No obstante, la corriente anárquica que postulaba el "derecho natural al placer" disfrutó de influencia duradera sobre ideas que por entonces hubieran sido llamadas "de avanzada", además de haber promovido diversos experimentos comunitarios o experimentales. Amor libre, respeto del criterio individual, libertad en cuestiones sexuales, promoción de la planificación familiar o "procreación consciente", denuncia de las represiones emocionales y de los tradicionalismos, anticlericalismo, feminismo. Al poner en locución pública temas que eran tenidos por tabú, los anarquistas antedataron en mucho tiempo la irrupción de las demandas de transformación de costumbres propias de la década de los 60, lo que suele conocerse por "revolución sexual". Los anarquistas jamás consideraron que esos fueran temas a ser postergados, y una suerte de furia por la sinceridad que siempre concedió el tono alto a sus publicaciones hizo que fueran promovidos a la primera plana. Al hacer hincapié en los dramas asociables a la alienación existencial el anarquismo supo testear la insatisfacción del hombre moderno.

Modernamente, el anarquismo ha sido un elemento de desorden fértil que tanto se derramó sobre los bordes de la experiencia social humana como sobre los centros de gravedad de los dramas populares. El hambre y la autocracia eran sus bestias negras, y no han dejado de serlo, como tampoco todos aquellos que recomiendan la horca ante un mero dolor de huesos o que prefieren los sátrapas a los demagogos y viceversa, pues el principio orientador del anarquismo en política se condensa en éste lema: "no mandarás sobre otros y no dejarás que otros manden sobre ti". Es un lema imposible, entendiéndose que no es incorrecto el mandamiento sino la forma del mundo. Y es por eso que los epítetos que son arrojados sobre el anarquismo cuando reaparece insólita e insolentemente de vez en cuando son alarmistas. Sus refutadores saben que detrás de esos fuegos de artificio laten los pulsos urgentes del malestar social con el poder separado, que ni democracias ni comunismos han podido conjurar del todo. La anarquía no es el nombre de un testimonio arqueológico ni el de una ictericia inofensiva, sino el de un enigma irresuelto de la política. A siglo y medio de su nacimiento no se ha inventado una crítica al poder de mejor calidad.

Christian Ferrer
http://www.nodo50.org/tierraylibertad/235.html#articulo7

viernes, 15 de julio de 2011

Tal vez mañana

La calmada hora de la siesta cae sobre la plaza. El calor del verano aprieta a los que buscan cobijo bajo techo y cuatro paredes, los afortunados al rumrum de un ventilador o del aire acondicionado, los que no, humedecen sus sueños en fatigados mares de calor.
La fuente le canta a la plaza que la vida sigue ahí, aunque parezca paralizada por la tarde. El silencio de algún transeúnte cabizbajo y aletargado se mezcla con tus andares cuando, como perdido, irrumpes en ella.
Guitarra al hombro andas a paso firme parece que sigues un rumbo fijo. Los negros rizos caen hasta tu hombro bailando la danza de tu cuerpo que le lleva la contraria a este bochorno que todo lo ralentiza, que deja al mundo suspendido en un quizás después o en un tal vez mañana.
Sonríes y observas la realidad que te rodea, el paisaje que te acompaña en tu paseo hasta acaso un hogar, un parque, un poco de sombra, tal vez sólo hasta la boca de metro más próxima.
Te he escuchado cantar allí abajo, dando luz y ritmo a las penumbras de los túneles, como lo hacías en la pradera de aquella universidad en la que bien pronto dejaste de sentirte a gusto, donde hablabas sin parar de ese grande del flamenco que te hacia soñar despierto.
Hoy despiertas de esos sueños de metro y medio a más de uno, con tu sonrisa picarona y esas simpáticas pecas de tu cara. “Una monedita por la buena música” y tus ojos siempre recaen y dudan de mí. Nos hemos cruzado varias veces, en un metro, en la tarde de esta plaza, me miras y no aciertas, no sabes quién soy, yo sí te reconozco a ti.
Un día estuviste seguro de lo que no querías y seguiste la senda de lo que sí. En ella estás ahora, lejos o cerca, pero en ella. Quizá te pare la próxima vez y te recuerde uno de los escalones por los que pasaste ayer y el porqué de tus dudas cuando me ves. O a lo mejor no lo haga y deje continuar a esa casualidad mágica, a esa incógnita que me encanta ocultar en la mirada, mientras tu música me lanza a un baile por dentro.
El calor que asfixia se mezcla con el frescor de la ropa limpia por la ventana, entre niños y gitanas con flores te dejas marchar. Debería decirte algo, quizás después, tal vez mañana.

jueves, 14 de julio de 2011

Sobre la deshumanización de lo humano

Un día nació el ser humano con una serie de posibilidades, cualidades y características. Como cualquier otro ser de la Tierra, llegó a este planeta, porque en él se daban las condiciones justas y necesarias para el desarrollo de su vida. Tenía oxígeno que respirar, agua para beber y miles de minerales, nutrientes y aportes que la naturaleza a través de sus productos y recursos ponía al alcance de su mano y que le permitían la vida.
El ser humano además, como la mayoría de los animales, necesitaba un lugar donde cobijarse del frio en el invierno, de la nieve, de la lluvia o del viento. Así aparecieron las primeras cuevas que fueron evolucionando, gracias a la inteligencia y capacidades de este ser sin igual en el planeta y se convirtieron en las casas donde hoy habita.
Vemos, pues que el ser humano es un animal con unas necesidades mínimas y básicas para el desarrollo y la posibilidad de su existencia. Y que son: respirar, comer, beber, cobijarse.
Pues bien, un día un señor muy listo y un grupo de señores amigotes suyos decidieron crear algo tan ingenioso como dañino, el dinero.
Estos señores decidieron que el hombre iba a tener que pagar estas necesidades básicas (no olvidemos que la naturaleza se las cede de manera gratuita). Si quería comer, no le bastaría con ir a la huerta y alimentarse de lo que allí creciera, tendría que pagar dinero por ello. Lo mismo ocurriría con el agua y con el cobijo. Nada sería gratis.
El hombre ya no merecía la vida simplemente por estar en ella. Sólo merecería vivir si trabajaba para conseguir dinero con el que alimentarse, con el que tener un lugar donde dormir, con el que sobrevivir.
Este trabajo le robaría su tiempo, su vida, el hombre entraría rápidamente en la ironía más grande jamás inventada, viviría para trabajar y no al contrario. El trabajo asalariado le robaría su tiempo, todo el tiempo que, en un principio estaba pensado sólo para vivir. Además le robaría la posibilidad de dedicar su vida a estudiar, a aprender de las millones de cosas que hay por aprender y a trabajar sólo en aquello que le reportase beneficios para su supervivencia y para su persona. Por ejemplo el trabajo físico al cuidado de una huerta, de unos animales que le permitiesen comer. Y que además desentumeciese sus músculos y oxigenase con ese esfuerzo físico también su cerebro para pensar con claridad y salud. Por ejemplo también le robarían el tiempo libre para dedicar al estudio, a las pasiones, a las aficiones.
La frase “el trabajo dignifica al hombre” la debió inventar uno de esos señores. Sólo eres digno de vivir si trabajas para ello, si trabajas de sol a sol para comer, y vivir vivirás si es que te queda algo de tiempo para ello.
Yo prefiero afirmar que “La vida en libertad dignifica al hombre” sólo el derecho a vivir que el hombre tiene desde que nace le dignifica. Sólo la libertad de elegir cómo vivir y cómo sobrevivir dignifica al hombre. Sólo la posibilidad de realizarse como persona le dignifica. El hombre solo es hombre en libertad.
Todos tenemos derecho a comer, a beber y a dormir debajo de un techo que nos resguarde. Todos tenemos derecho a conseguir nuestros alimentos de la tierra de manera directa, a construir nuestras casas mediante nuestros medios y no pagando con dinero durante el resto de nuestras vidas a un banco. Si hay casas vacías y gente sin casa, tienen derecho a ocuparlas. Si todo esto te parece una locura es que hace tiempo que perdiste el sentido de las cosas, o tal vez te cuesta demasiado pensar en ello, porque la verdad a veces da miedo.
Locura es que unos señores controlen tu vida y te impongan cómo vivirla, locura es que tú lo aceptes, agaches la cabeza y llames utópico, soñador o iluso a gente que, seguramente sea mil veces más valiente que tú y que luchan por ser los únicos que lleven las riendas de su vida y por poder disfrutar los años que tengan que estar aquí de la vida tal y como desean vivirla. Allá tú con tu cordura, irá de la mano de tu miseria.

Ciento volando


Le acababan de robar lo más valioso, lo más preciado, y ni si quiera era consciente de ello. Todo ocurrió de manera gradual, primero empezó con ciertos tonteos y contactos poco importantes casi en la distancia. Imaginaba cómo sería todo si alcanzaba aquella situación. Todos lo hacían y él tenía que ser uno más, no podía quedarse atrás. Luego se afanó en la búsqueda deliberada y afanosa de solución a aquella posición de letargo con respecto al resto, al resto del montón. Cuando lo consiguió sumó una gran victoria a su trayectoria, esto sería un antes y un después en su camino. Poco a poco demandaban más de él, los primeros meses, los primeros años. Comenzamos a verle poco desde que triunfó en su propósito. Pero ya cada vez le veíamos menos. Estaba siempre fatigado, extenuado, dejó de hacer cosas. Se convirtió en un ser vago, sedentario, entumecido, o eso creemos, porque desde el fatídico día del reto final poco sabemos de él. Dicen que se despierta con el alba y pasa entre cables, paredes y papeles las horas hasta que llega la noche. Luego sólo le queda tiempo para estar rendido y harto de este ritmo al que le empuja el devenir. Descansa, come y duerme, por lo menos, puede sentirse afortunado, pues al finalizar la jornada ha conseguido amasar reales para seguir en este lugar, con este ritmo y con esta posición. A veces se para a pensar y planea que va a hacer cuando tenga tiempo. Pero no es consciente de que el tiempo ya lo tiene y está haciendo algo ya con él, lo de todos los días y así será hasta que decida cambiarlo. Mientras tanto en su camino se convierte en un mero espectador, en un testigo pasivo de las cosas, de sus propias cosas. Siempre posponiéndolas para esos dos últimos días de la semana, o a ese mes de libertad. Quizás piense que será mejor hacerlas cuando tenga tiempo. Pobre iluso ignorante de que el tiempo es el que es y no otro. Nadie le dará más tiempo que el que ya tiene, nadie le dará otra vida para dedicarla a vivir.

Libertad en cada rasguño de su piel


Cada rasguño en su piel, cada marca que surcaba los senderos de su cara le gritaba anhelos de libertad.
Su tez castigada, ni al sol, ni al frio, sino al no dormir, al aire contaminado de una ciudad, a los excesos a los que la gran urbe le sometía.
Ansiaba respirar, abrir los pulmones del todo y llenar sus adentros del frescor de un pinar, de la sal de la brisa del mar… de aire puro y limpio que le ayudase a limpiar su interior y se reflejase en su rostro con signos de fortaleza
Con sus pies sintiendo la humedad de aquella tierra y sus manos en contacto con cada hoja, cada tallo, arrancando las malas yerbas, allanando el terreno para dar paso a la vida, al crecimiento, se sintió más cerca que nunca de la naturaleza.
Sólo la naturaleza le daba libertad. Había algo que le había faltado siempre desde que vivía en aquella gran ciudad y, no fue hasta ese momento que se dio cuenta de lo que era exactamente. Antes, cuando vivía con la banda sonora de las sirenas de los barcos y el cantar de las gaviotas, acostumbraba a dar largos paseos en soledad. Esos paseos siempre solían ser cuando necesitaba estar tranquila, pensar, buscarse. Los paseos solían ser a orillas del mar, sólo su brisa le tranquilizaba, le daba aliento y la animaba a seguir y a ver las cosas de otro color. Sólo un baño en esas aguas conseguían hacerle olvidar todos los pesares y cargarle de energía para volver, un día más a empezar de cero.
Nada había en la gran ciudad equiparable a aquello, porque, si bien no había mar, tampoco había el más mínimo contacto con la naturaleza.
Fue allí, en aquel campo, lejos de su tierra, y también lejos del mar, donde volvió a sentirse parte de la naturaleza, y como tal, volvió a sentirse más viva que hacía mucho tiempo. Entendió que las personas estamos aquí al igual que cualquier otro elemento de la naturaleza, que somos parte de ella y que, por lo tanto necesitamos de ella. La naturaleza le devolvió la libertad de bañarse sola en un manantial de agua, desnuda en el agua más limpia y fresca. Fue descubriéndose a sí misma a medida que desenterraba los prejuicios y las tonterías que tienen en la cabeza los urbanitas y que les coartan su propia libertad.
Descubrió el agua que emanaba de la montaña pensó en el pudor que le produciría su desnudez al bañarse en él, miró a su alrededor y no encontró a nadie, solo el susurro de las ramas y las hojas de los árboles le hacían sentirse acompañada y se aventuró a quitarse una de las capas de su cebolla, se mojó la cabeza y con ello parte de su cuerpo y de la ropa que aún quedaba en él. Finalmente, escuchó sus propios instintos, dejó que tuviesen más fuerza que los convencionalismos o escrúpulos creados. Desnuda se aventuró en aquella agua fría y transparente que brotaba con fuerza. En ese mismo instante desapareció el pensar y emanó el instinto, el animal, la condición, el humano.
Disfrutó como una niña y por su interior corría de un lado para otro un enorme sentimiento de felicidad. Se sintió la persona más afortunada, la más plena. Entendió aquel conjunto de cosas, cada una en su sitio, en su lugar de manera perfecta. Entendió el regalo de lo simple, la belleza de lo pequeño, pero gigante a la vez. Su cuerpo, el agua, la tierra, el viento, el frescor de la sombra de los árboles, el sol, el cielo azul y todo unido y disfrutado a la vez, era, simplemente la perfección. Fueron cinco minutos de perfección. Todo cedido de manera gratuita y sin pedir nada a cambio por la naturaleza. Todo estaba allí para ella, todo estaba allí para disfrutarlo. Y sólo dependía de ella decidir disfrutarlo o vivir alejada de ello y tapiar su mirada con paredes de hormigón, asfalto y cemento.