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jueves, 14 de julio de 2011

Libertad en cada rasguño de su piel


Cada rasguño en su piel, cada marca que surcaba los senderos de su cara le gritaba anhelos de libertad.
Su tez castigada, ni al sol, ni al frio, sino al no dormir, al aire contaminado de una ciudad, a los excesos a los que la gran urbe le sometía.
Ansiaba respirar, abrir los pulmones del todo y llenar sus adentros del frescor de un pinar, de la sal de la brisa del mar… de aire puro y limpio que le ayudase a limpiar su interior y se reflejase en su rostro con signos de fortaleza
Con sus pies sintiendo la humedad de aquella tierra y sus manos en contacto con cada hoja, cada tallo, arrancando las malas yerbas, allanando el terreno para dar paso a la vida, al crecimiento, se sintió más cerca que nunca de la naturaleza.
Sólo la naturaleza le daba libertad. Había algo que le había faltado siempre desde que vivía en aquella gran ciudad y, no fue hasta ese momento que se dio cuenta de lo que era exactamente. Antes, cuando vivía con la banda sonora de las sirenas de los barcos y el cantar de las gaviotas, acostumbraba a dar largos paseos en soledad. Esos paseos siempre solían ser cuando necesitaba estar tranquila, pensar, buscarse. Los paseos solían ser a orillas del mar, sólo su brisa le tranquilizaba, le daba aliento y la animaba a seguir y a ver las cosas de otro color. Sólo un baño en esas aguas conseguían hacerle olvidar todos los pesares y cargarle de energía para volver, un día más a empezar de cero.
Nada había en la gran ciudad equiparable a aquello, porque, si bien no había mar, tampoco había el más mínimo contacto con la naturaleza.
Fue allí, en aquel campo, lejos de su tierra, y también lejos del mar, donde volvió a sentirse parte de la naturaleza, y como tal, volvió a sentirse más viva que hacía mucho tiempo. Entendió que las personas estamos aquí al igual que cualquier otro elemento de la naturaleza, que somos parte de ella y que, por lo tanto necesitamos de ella. La naturaleza le devolvió la libertad de bañarse sola en un manantial de agua, desnuda en el agua más limpia y fresca. Fue descubriéndose a sí misma a medida que desenterraba los prejuicios y las tonterías que tienen en la cabeza los urbanitas y que les coartan su propia libertad.
Descubrió el agua que emanaba de la montaña pensó en el pudor que le produciría su desnudez al bañarse en él, miró a su alrededor y no encontró a nadie, solo el susurro de las ramas y las hojas de los árboles le hacían sentirse acompañada y se aventuró a quitarse una de las capas de su cebolla, se mojó la cabeza y con ello parte de su cuerpo y de la ropa que aún quedaba en él. Finalmente, escuchó sus propios instintos, dejó que tuviesen más fuerza que los convencionalismos o escrúpulos creados. Desnuda se aventuró en aquella agua fría y transparente que brotaba con fuerza. En ese mismo instante desapareció el pensar y emanó el instinto, el animal, la condición, el humano.
Disfrutó como una niña y por su interior corría de un lado para otro un enorme sentimiento de felicidad. Se sintió la persona más afortunada, la más plena. Entendió aquel conjunto de cosas, cada una en su sitio, en su lugar de manera perfecta. Entendió el regalo de lo simple, la belleza de lo pequeño, pero gigante a la vez. Su cuerpo, el agua, la tierra, el viento, el frescor de la sombra de los árboles, el sol, el cielo azul y todo unido y disfrutado a la vez, era, simplemente la perfección. Fueron cinco minutos de perfección. Todo cedido de manera gratuita y sin pedir nada a cambio por la naturaleza. Todo estaba allí para ella, todo estaba allí para disfrutarlo. Y sólo dependía de ella decidir disfrutarlo o vivir alejada de ello y tapiar su mirada con paredes de hormigón, asfalto y cemento.

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